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martes, 23 de abril de 2013

Aquel aguilucho

 

Esta es una pequeña "fábula" que escribí hace poco y me gustaría compartir con vosotros. Está basada en una anécdota real, uno de los momentos más tristes y reflexivos de mi vida, y es la primera vez que hago esto con un momento personal. Espero que os guste, y agradezco todo tipo de comentarios.
Muchas gracias :)

    El joven aguilucho observaba el bosque desde su nido, en un saliente del enorme acantilado. Por encima de su emplumada cabeza, podía ver a todos sus iguales. Había decenas de rapaces que sobrevolaban la inmensa explanada; unas, buscando comida; otras, vigilando el territorio; y otras, simplemente, demostrando su majestuosidad. Éstas eran fáciles de distinguir: siempre grandes e imponentes, y su vuelo era tan alto que parecían tocar las nubes, gracias a unas preciosas y largas plumas que remataban las puntas de sus alas. El joven aguilucho henchía el pecho de orgullo al verlas, pues él descendía de un magnífico ejemplar de esa raza. Cuando fuera un adulto, volaría como ellas, demostraría al mundo que las águilas son capaces de llegar hasta lo más alto, que no se amedrentan jamás.
    Llegó entonces su padre, posándose a su lado, y el aguilucho dijo:
-Padre, cuando crezca me convertiré en una gran rapaz como tú. Volaré hasta lo más alto y ennobleceré el nombre de las águilas.
-¿Eso deseas, hijo?
-Sí, padre.
    Fue entonces cuando el aguilucho advirtió, con un grito, que su padre había perdido aquellas plumas magníficas. Estaban arrancadas cruelmente, y ahora sólo había un hueco que dejaba ver la piel y las heridas que habían causado su desaparición.
-¡Padre!- exclamó el aguilucho, asustado.- ¡Tus plumas... te las han arrancado!
-No hijo... yo me las arranqué.
El aguilucho no lo entendía, y estaba aterrado.
-¿Por qué, padre?
-¿No has pensado nunca por qué volamos tan alto? Queremos demostrar nuestra fuerza, nuestro valor, nuestra libertad, pero... ¿quién verá eso? Nada más que el bosque es testigo de nuestra belleza. Mejor es arrancarse las plumas que sólo hacen perder el tiempo.
    El aguilucho permaneció inmóvil. Quizás tenía razón su padre. Quizás toda su belleza, toda su majestuosidad... no eran más que piropos echados al aire, para que el viento se los lleve. Sus esfuerzos, entonces, ¿eran inservibles, invisibles, irreconocibles? Si todo era cierto, ¿significaba que no debía hacerlo jamás?
    Y allí pasó el joven aguilucho el resto del día y la noche al completo en vela, pensando en su padre... ¿había sido demasiado humilde con el mundo..., o demasiado egoísta con su hijo?

                                                                      Dedicado a mi padre,
                                                                                         Kathleen

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