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sábado, 3 de mayo de 2014

Europa: raíces cristianas


Europa y sus raíces cristianas, de José Orlandis. Editorial Rialp, Madrid, 2004.
Estas líneas son un resumen del primer capítulo de este libro.

Europa es el fruto de un dilatado proceso a lo largo del cual una multitud de pueblos de diversas etnias y procedencias abrazaron la Fe de Cristo, y al hacerse cristianos se hicieron también europeos.

Europa nació sobre las ruinas de las provincias del Imperio Romano emplazadas a lo largo de la ribera septentrional del Mediterráneo, desde el mar Negro hasta las Columnas de Hércules y el Finisterre galaico o bretón.

El Cristianismo se difundió durante los tres primeros siglos de nuestra Era entre las poblaciones, en su mayor parte, de cultura greco-latina, asentadas en las orillas del Mare Nostrum. Pero, desde comienzos del siglo V, las invasiones germánicas aportaron un nuevo elemento étnico, el germánico, que tras su conversión al Cristianismo, convivieron con los descendientes de las antiguas poblaciones indígenas o provinciales romanas y contribuyeron todas a la formación de la primera Europa. Luego, los misioneros cristianos traspasaron las antiguas fronteras exteriores del Imperio y llevaron la Fe e infundieron la naciente personalidad europea a otros pueblos, germanos y celtas, más remotos y menos civilizados. Eslavos y magiares contribuyeron también a la formación de la Europa cristiana, una epopeya multisecular rematada con la conversión de Escandinavia y de los pueblos de los Países bálticos.

Así, pues, Europa nació cristiana.

En el siglo VII, año 622, comienza la Era islámica con la Hégira.

El término “europeenses” aparece por primera vez en una crónica mozárabe de mediados del siglo VIII (año 732) para designar a los soldados cristianos de Carlos Martel que combatieron en la batalla de Poitiers y detuvieron el avance islámico hacia el corazón del Continente. De este modo, Europa, nacida cristiana, continuó siéndolo por mucho tiempo.

En época romana, el Mare Nostrum no constituía una barrera de separación entre las regiones costeras; lejos de eso, contribuía a aproximarlas y a facilitar su mejor conocimiento y comunicación.

La idea de que el Mediterráneo servía más para unir que para separar tuvo su reflejo gráfico en el propio mapa de la administración civil del bajo imperio. Así lo acredita el hecho de que la delimitación de las mayores circunscripciones territoriales del Imperio romano del siglo IV (las prefecturas del Pretorio) se trazara siguiendo la línea de los meridianos y no la de los paralelos.

Resulta lícito afirmar que la cristianización del Continente europeo se inició antes incluso del nacimiento de Europa.

La expansión islámica quebró  la unidad del mundo mediterráneo. El mar latino dejó de ser lazo de unión para los pueblos ribereños y se convirtió en foso abierto entre dos espacios distintos. Las tierras musulmanas de la orilla sur se diferenciaron de las cristianas del norte: aquéllas fueron África; éstas, Europa. Este esquema geopolítico, tan simple, sigue siendo hoy todavía válido, al cabo de trece siglos.
Miguel Ángel Moreno Cazalilla


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