Cair
era una ciudad puramente económica, pues lo que más predominaba
allí era el comercio. Había de todo: tiendas de comida, ocio,
armas... incluso de mascotas. Sin embargo, taxidermistas solo había
una, y eso era lo que pensaba Heldet esa noche, mientras se acercaba
a la Casa Taxidermia. Camuflarse para que nadie le reconociera como
el León Azabache había sido fácil; lo difícil fue el viaje desde
Liuhome hasta Cair. Aunque el trayecto fue a caballo, y no encontró
ningún problema por el camino, Heldet sabía que do mil kilómetros
eran demasiados para recorrerlos en dos semanas como máximo. Pero lo
consiguió.
La
Casa Taxidermia no era una casa ni una tienda, sino un museo de
animales disecados. Heldet apenas sabía nada del lugar, tan solo que
algunos de los monstruos que el mataba iban allí y que el lugar
nunca recibía visitas. La última vez que Heldet oyó hablar de ella
fue cuando el gobernador de la ciudad envió allí el cadáver del
guiverno libio para que lo disecaran, una auténtica proeza teniendo
en cuenta que era un reptil del tamaño de una ballena.
El
león estaba ya en la puerta del museo cuando se percató de que los
portones no tenían cerrojo, ni pomo... ni bisagras. Prácticamente
eran muros.
-Que
bién. Un castillo inexpugnable.-gruñó Heldet. Entonces se dio
cuenta de que había un botón situado al lado de uno de los
portones, y debajo de él, un micrófono. Por curiosidad, Heldet
apretó el botón y acercó la cara al micrófono.
-¿Hola?¿Hay
alguien ahí?-preguntó. Unos segundos después, una voz femenina le
respondió.
-Bienvenido
a la Casa Taxidermia.¿Quiere pasar al edificio?
-Lo
siento, pero no he venido a ver animales disecados. Busco a alguien,
una persona llamada Daverd.
-¿Daverd?
No está aquí ahora mismo, pero puede esperar dentro.
-Si
no hay otra opción.
Entonces,
con un chirrido estridente, las puertas metálicas se encendieron al
rojo vivo y se volvieron incandescentes. Heldet se giró y miró a la
calle, muy preocupado de que el ruido atrayese la atención, pero el
lugar estaba desierto. Cuando se volvió a las puertas, vio que estas
volvían a ser sólidas, pero ahora tenían un agujero enorme en
medio de ellas. Eso solo lo podían hacer dos cosas: o un dragón
o...
-Magia.-dijo
sorprendido Heldet. La magia era todo un misterio para él. Lo unico
que sabía de la magia era que era una energía transmutable y
difícil de manejar. Durante sus años de cazarrecompensas se
enfrentó a un par de hechiceros que casi le mataban. Dejó de pensar
en eso y, un instante después, entró en el oscuro museo.
El
lugar estaba compuesto de una enorme sala llena de animales
disecados: leones, leopardos, dragones... incluso un udjat. Heldet se
preguntó donde estaba el dragón que él cazó. Solo tuvo que mirar
hacia arriba para obtener la respuesta; colgado del techo por unas
cuerdas atadas a las alas, las patas y la cabeza, abriendo las fauces
en un rugido mudo, allí estaba el guiverno libio, disecado.
Alcanzaría los veinte metros de largo, y casi treinta de
envergadura. Por un momento, Heldet se enorgulleció de haberlo
cazado él mismo.
Por
un momento, porque inmediatamente recordó que lo cazó porque había
matado y devorado a casi cincuenta leones, trasgos, hienas y trolls.
Recordó que cazó al monstruo de una forma muy ingeniosa; la
criatura estaba en un acantilado, devorando un elefante que había
cazado. Aprovechando que el dragón estaba ocupado, y que el viento
soplaba no hacia él, Heldet se acercó silenciosamente a una pata y
la ató a una roca de más de veinte toneladas de peso; entonces
rugió, atrayendo la atención del reptil gigante. La criatura,
enfadada por el simple hecho de no verlo desde el principio, alzó el
vuelo y abrió la boca, listo para quemar vivo al liune que le había
desafiado. Pero en el mismo instante en que levantó el vuelo, Heldet
empujó la roca con una fuerza sobrehumana y, con un rugido, la lanzó
por el acantilado. El pedrusco cayó hacia un lejano suelo,
arrastrando en su caída al guiverno, que rugía aterrorizado.
El
resto era demasiado doloroso como para recordar, así que buscó
alguna cosa en la que fijarse, y la encontró. Era un dragón
europeo, con las escamas de color carmesí brillante; tenía dos
poderosos cuernos en su enorme testa. Medía aproximadamente la mitad
que el dragón de komodo. Sus alas medían casi ocho metros, de punta
a punta, y estas eran las alas más poderosas de todas las razas de
dragones conocidas por Heldet, porque eran capaces de mantener al
dragón en el aire más de una semana sin que se cansara. Sus patas
poseían unas poderosas y largas garras, las cuáles parecían
capaces de transportar varias toneladas. Pero lo más impresionante
de la bestia disecada eran los ojos amarillos que tenía: transmitían
respeto, algo muy raro en un animal disecado.
Heldet
dejó de mirarlo porque le parecía muy vivo; demasiado para estar
muerto. Entonces se giró y vio algo horrible, el monstruo más
grande que jamás había visto en su vida, mayor aún que el guiverno
libio.
Era
una máquina monstruosa que, comparada con el dragón, parecía un
gigante. Se sostenía sobre tres patas articuladas, y de la cabeza le
colgaban varios tentáculos metálicos. Tenía una especie de nariz
muy alargada, que al final se abría en un agujero con aspecto de
embudo. Sin embargo, lo más terrorífico eran los ojos; estaban
hechos de cristal, pero de un cristal rojo sangre.
Sin
embargo, la máquina estaba en un pésimo estado; prácticamente era
chatarra. Aun así, Heldet se acercó a la “cosa” y tocó una de
las patas. Grave error.
Al
tocar la pata, el León Azabache fue envuelto por un resplandor rojo
y, horrorizado, vio que todo a su alrededor estallaba en llamas.
Quiso gritar, pero entonces algo enorme se le puso encima. Era la
máquina, que al parecer se había reactivado. Antes de que Heldet
pudiese hacer algo, el monstruo de metal le apuntó con la nariz (que
ahora sabía que era un arma) y, emitiendo un gruñido escalofriante,
disparó una especie de llamarada hacia él. Gritando de terror,
Heldet se soltó de la pata.
Fue
como rasgar un velo, porque en cuanto se apartó, todo volvió a la
normalidad. Todos los animales disecados estaban intactos, y la
máquina seguía en su sitio. Sin embargo, el gruñido tenía un
origen real, porque un ruido resonaba en la sala. Heldet se dio
cuenta de que el dragón europeo no estaba encima de un pedestal, y
parecía estar sostenido por huesos en lugar de barras de metal. Un
presentimiento hizo que Heldet mirase hacia el animal, y sus temores
se hicieron realidad.
El
dragón ya no estaba ahí.
De
repente, Heldet sintió que hacía calor, mucho calor.
Instintivamente, se giró hacia un lado... y vio dos filas de dientes
afiladísimos.
Viendo
que las fauces estaban a pocos centímetros de su morro, hizo lo
único que podía hacer: dar un zarpazo en la mandíbula cerrada.
Este
ataque arrancó un rugido al dragón, pero no de dolor, sino de
enfado. Al parecer, sus escamas eran muy resistentes al daño físico.
La
bestia, enfurecida por el ataque fallido, se arrojó sobre Heldet y
trató de arrancarle la cabeza. Heldet, intendando por todo los
medios evitar que lo matase, pensó tristemente que el tal Daverd lo
quería ver muerto, y disecar su cadáver descabezado para exponerlo.
Entonces
el dragón alzó el vuelo, liberando a Heldet. Este se levantó
rápidamente y echó mano a la empuñadura de su espada, pero vio que
no serviría de nada, pues el animal se preparaba para lanzarle una
bola de fuego que claramente lo mataría. Antes de que el monstruo
abriese su boca para hacerlo, Heldet cerró los ojos y pensó “se
acabó”.
Entonces,
como un milagro, una voz de mujer, la misma que le había hablado a
Heldet antes, que ahora le parecía una voz angelical:
-¡Drakk,
no!
El
dragón (que al parecer se llamaba Drakk) hizo algo que Heldet jamás
imaginó en un dragón: obedeció bajando del aire, y no solo eso,
también se alejó de Heldet unos pasos. Este le miró asombrado, y
el dragón le miro, no con enfado; simplemente le miró a los ojos.
Con unos ojos amarillos que, aún sin estar enrojecidos por la ira,
seguían transmitiendo un respeto irracional.
El
liune, agradecido de que lo hubieran salvado, se giró en la
dirección de la voz, y se quedó sin aliento por unos instantes.
Había
un animal que él nunca había visto; tenía el hocico alargado,
orejas largas que se levantaban, pelaje dorado y vestía tan solo una
falda de tiras de cuero y un sostén, ambos de color verde oscuro.
Pero lo que dejó sin habla a Heldet fueron sus ojos: eran de un
intenso color azul, como el azul del cielo, del mar...
-¿Estas
bien?
El
León Azabache estaba tan ensemismado en esos ojos tan hermosos que
no se había dado cuenta de que su dueña se le había acercado hasta
estar a metro y medio de él.
-Sí,
sí, estoy bien.-respondió rápidamente. Inmediatamente cayó en la
cuenta de que ella debía ser la dueña del dragón que le había
atacado momentos antes.-¡Pues no, no estoy bien!¡Tu dragón casi me
mata!
La
chica, lejos de disculparse, le reprochó:
-La
culpa es tuya, por tocar las exposiciones.
-¡Pero
si me estaba acechando!¡Parecía estar disecado!
-Claro,
para vigilar que nadie toque nada. Como tú.
-Ya,
bueno, pero resulta que yo soy alguien con algunos privilegios en el
reino, especialmente aquí.
-¿Por
qué?
Heldet
no respondió, sino que señaló hacia arriba, hacia el guiverno.
La
chica tardó unos instantes en darse cuenta de a quién había
atacado su dragón.
-¡Lo
siento!¡No sabía que eres Heldet!
-Nah,
si yo tuviera todo un museo que... Espera.¿Como sabes que soy
Heldet?
La
joven se ruborizó un poco. Mientras, Heldet vio que el dragón que
casi lo mata estaba lamiéndole una mano como si fuera un perro, a lo
que esta reaccionaba apartándole la cabeza suavemente.
-Bueno,
verás, lo sé porque ...
-...
Se lo dije yo.-dijo una voz masculina. Las palabras provenían de la
puerta mágica.
El
León Azabache miró en la dirección de donde provenía la voz, y
vió a un ser perteneciente a una raza muy conocida en Joka Ufalme.
Era un hombrecillo que alcanzaría el metro y medio de altura, algo
corpulento, vestido con ropas marrones, tenía ojos negros y luciendo
un pelo corto negro y con una perilla; pero solo perilla. El resto de
la cara estaba sin pelo, algo chocante en un enano.
“Un
enano”, pensó Heldet para sí. Ese debía ser Daverd, pues los
enanos de Joka Ufalme (y de África en general) solían tener nombres
que empezaban con D, como Darnis, o Desor… o Daverd. Se dio cuenta
de que el nombre lo había dicho en voz alta, pues los otros
ocupantes de la sala, dragón incluido, le estaban mirando. El enano,
sonriendo, le respondió.
-Pues
si, Heldet, soy Daverd.- Viendo que el león iba a preguntarle,
respondió.- Y sí, sé que eres Heldet.
-¿Cómo?
-Créeme,
lo sé desde hace mucho.
-¿Cuanto,
cien años o así?- dijo sarcásticamente Heldet, a lo que Daverd,
riendo suavemente, respondió:
-Tan
solo tengo cincuenta años, treinta si fuera un león o un lobo.- Al
decir “lobo”, Daverd miró de soslayo a la chica, que esbozó una
media sonrisa nerviosa. Heldet, sin embargo, había dejado de
prestarle atención, porque había vuelto a mirar a la máquina
gigante. Daverd, al darse cuenta de esto, dejó de sonreír, frunció
el entrecejo y dijo una palabra en un tono tan siniestro que hasta
Drakk gimió y se acurrucó al lado de la chica, como si fuera un
perro.
-Stelrint.
Heldet,
un poco aturdido por el tono de voz, preguntó:
-¿Qué?
-La
criatura es un stelrint.
La
revelación hizo que los ojos de Heldet casi salieran de sus órbitas.
Ni siquiera sabía que era un stelrint, y sin embargo el nombre
parecía infundir un miedo muy profundo. Sin embargo, pudo
recomponerse y preguntar otra vez:
-¿Qué
es un stelrint?
-Un
gigante de hierro.- respondió Daverd.
El
nombre ya significaba “gigante de hierro”, pero aun así, su
nombre infundía miedo. Heldet comprendió que el nombre no era lo
terrorífico de la máquina, ni la máquina en sí, sino algo... que
tenía dentro.
Daverd
decidió que ya era hora de dejar de hablar del monstruo de metal.
Volvió a sonreir y comentó:
-Bueno,
Heldet, ya te presentado yo, y tú has intuido quien soy. Creo que
les toca a otros dos presentarse.-
dijo volviendo a mirar a la chica y al animal a su lado. Ella también
sonrió a Heldet, y este, viendo que una mujer hermosa le saludaba,
le devolvió el gesto. Si un liune era un maníaco del honor, debía
demostrarlo.
-Me
llamo Sheila, y mi dragón, Drakk. Soy una loba de Hispania- dijo la
chica
-Yo
Heldet, pero ya lo sabías, ¿verdad?- comentó este. Antes de que
pudiese decir algo más, notó un leve pero insistente dolor en el
antebrazo; el dragón le había mordido ahí. Sheila, preocupada, vio
la herida y, con un suspiro, se acercó a Heldet.
-Tranquila,
no duele mucho.
-Creeme,
si no te lo curo, se pondrá mucho peor.
Entonces
Sheila pusos sus dos manos encima de la herida, y, murmurando unas
palabras en un idioma desconocido para él, las apretó. Entonces
Heldet sintió una sensación de alivio donde Sheila había puesto
las manos.
Cuando
ella se alejó unos pasos, el león se dio cuenta de que ya no había
herida. Ahora sabía quien había abierto la puerta de forma tan
espectacular.
Antes
de poder darle las gracias, Daverd habló.
-Bueno,
creo que eso es suficiente. Heldet, ¿recuerdas que alguien dejó una
carta?
-Sí,
aunque mas bien me la arrojaron-. Miró de reojo a Drakk, del cual
sospechaba que era el “mensajero”.
-Bien,
la leíste, ¿no?
-¿Sabes
que la respuesta es obvia, verdad?
-Claro,
la escribí yo.
-Eso
también...
Antes
de terminar de hablar, Daverd se había dirigido a una puerta que
había en un extremo de la sala y la abrió.
-Escuchadme.-dijo
simplemente el enano.- Tú viniste por repuestas, Heldet; y tú
siempre querías preguntarme algo, Sheila, ¿verdad?- preguntó.
Ambos asintieron, asi que Daverd, complacido, les dijo- Entrad.
Extrañados,
Heldet y Sheila fueron hacia Daverd, y Drakk tras Sheila. La puerta
era algo más alta que Daverd, asi que tuvieron que agacharse un
poco. Antes de que Drakk pudiese entrar, el hombrecillo le puso
delante el brazo.
-No,
Drakk. Tú te quedas aquí.
-¿Por
qué el no puede entrar y nosotros sí?- preguntó preocupada Sheila.
-Por
tres razones. Primera: Drakk es del tamaño de un rinoceronte, así
que no podrá pasar a menos que rompa la pared; segunda: esto es algo
entre nosotros tres; y tercera: si lo entrenaron como guardián fue
por algo.
Drakk,
que tan solo había entendido lo del tamaño, se decepcionó, se
acurrucó al lado de un rinoceronte (realmente tenían el mismo
tamaño) y cerró los ojos. Se había quedado dormido.
Sheila
entró la primera en la habitación, y Heldet iba a entrar tras ella
cuando vio que Daverd observaba al stelrint.
-¿No
vas a entrar, Daverd?
Este,
que parecía pensar en algo, le respondió:
-Ya
voy; estaba pensando... en algo.
Heldet
no sabía en que pensaba Daverd, y supuso que era mejor no saberlo;
asi que también entró.
Antes
de entrar, Daverd miró al stelrint una última vez. Cuando lo hizo,
se acercó a Drakk y le acarició la cabeza, susurrándole:
-Si
se mueve, no te molestes en avisarme; destrúyelo.
Momentos
después, el enano pasó por la puerta y la cerró.
Drakk
estaba deprimido; todo le había salido mal. Primero abrió la puerta
a su manera: la puso al rojo vivo con su aliento de fuego y, con sus
garras, había abierto un boquete para que Heldet pudiera pasar, por
lo que la puerta se había quedado totalmente inservible; después
había atacado a Heldet (este había tocado al stelrint, y, tras ver
como sufría una especie de ataque epiléptico, Drakk lo atacó, pues
nadie podía tocar las exposiciones).
Aparte,
estaba deprimido porque, en los quince años tras salir del cascarón,
solo peleó de verdad cuando los orcos atacaron su hogar.
Los
fenrusnes fueron pillados antes de salir a cazar, y no habrían
sobrevivido de no ser por el padre de Sheila, el jefe de la aldea.
Drakk apenas combatió, pero salvó a su amo de un orco que se había
situado tras él para matarle. Cuando los lobos consiguieron expulsar
a los trockas, y tras realizar los ritos funerarios a los muertos, el
padre de Sheila declaró que la paz con los orcos se había acabado,
y que no descansaría hasta ver muertos a todos los orcos de la
Meseta. Los fenrusnes lo vitorearon y apoyaron, pero no era por eso
su ira; la madre de Sheila, su esposa, fue asesinada mientras él
combatía.
Sin
embargo, tras finalizar los ritos, Drakk se fijó que los cadáveres
de los orcos (a los que habían decapitado para usar sus cabezas como
trofeo) seguían en el mismo estado que cuando estaban vivos.
Drakk
no era un dragón muy listo, pero tenía la suficiente inteligencia
como para darse cuenta de que esos orcos ya estaban muertos
Entonces,
amplificado por el silencio del museo, oyó un ruido mecánico.Cuánto
tiempo había pasado, ni idea. Pero por la entrada del museo entraba
luz, así que debía ser ya de día.
Drakk
abrió un ojo y, abriendo el otro aterrorizado, vio que el stelrint
se estaba moviendo hacia la puerta. Drakk, cauteloso, se arrastó
lentamente hacia la puerta, pensando que, si llamaba, los jóvenes y
el enano podrían acabar con él.
Desgraciadamente,
los stelriant no veían con los ojos-ventanilla, sino con algo más
siniestro.
Apuntando
a Drakk con su arma, el monstruo lanzó una enorme llamarada que
parecía de dragón, pero mucho más oscura. Por fortuna, entre la
alta cabeza del stelrint y el dragón estaba el udjat. Cuando la
llama tocó la escamosa piel, esta estalló con tal calor que, al
instante, los hierros que sujetaban el largo cuerpo y las alas se
volvieron líquidos durante unos momentos. Para defenderse, Drakk
arrancó de cuajo la cabeza de una leona y se la arrojó, acertándole
en un “ojo”, agrietándoselo. Eso solo enfureció al gigante.
Viendo
que la única manera de vencer a este monstruo de metal era el cuerpo
a cuerpo, Drakk rugió, desafiándole, pensando que el stelrint le
haría caso. Lo hizo; respondiendo al rugido, la máquina lanzó un
bramido sobrenatural y restelló sus tentáculos como si fueran
látigos. Ambos oponentes caminaron paralelamente a su contrario. En
ese mismo instante, Drakk recordó las palabras que antes le dijo
Daverd:
“Si
se mueve, no te molestes en avisarme.”
“DESTRUYELO.”
Cuando
el dragón rugió de una manera aún más fuerte, comenzó la
batalla.
Preve un romance...xD
ResponderEliminar¿Como va ha poder mover Heldet una roca de mas de 20 toneladas?
ResponderEliminarTranquilo, la roca estaba al borde del precipicio. Además, ten en cuenta que los liune suelen ser más fuertes que los humanos, aunque no lo haya puesto.
Eliminar