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martes, 12 de marzo de 2013

Capítulo 10: El Dragón y la Bella


Por Antonio Gutiérrez Vargas


Cair era una ciudad puramente económica, pues lo que más predominaba allí era el comercio. Había de todo: tiendas de comida, ocio, armas... incluso de mascotas. Sin embargo, taxidermistas solo había una, y eso era lo que pensaba Heldet esa noche, mientras se acercaba a la Casa Taxidermia. Camuflarse para que nadie le reconociera como el León Azabache había sido fácil; lo difícil fue el viaje desde Liuhome hasta Cair. Aunque el trayecto fue a caballo, y no encontró ningún problema por el camino, Heldet sabía que do mil kilómetros eran demasiados para recorrerlos en dos semanas como máximo. Pero lo consiguió.




La Casa Taxidermia no era una casa ni una tienda, sino un museo de animales disecados. Heldet apenas sabía nada del lugar, tan solo que algunos de los monstruos que el mataba iban allí y que el lugar nunca recibía visitas. La última vez que Heldet oyó hablar de ella fue cuando el gobernador de la ciudad envió allí el cadáver del guiverno libio para que lo disecaran, una auténtica proeza teniendo en cuenta que era un reptil del tamaño de una ballena.
El león estaba ya en la puerta del museo cuando se percató de que los portones no tenían cerrojo, ni pomo... ni bisagras. Prácticamente eran muros.
-Que bién. Un castillo inexpugnable.-gruñó Heldet. Entonces se dio cuenta de que había un botón situado al lado de uno de los portones, y debajo de él, un micrófono. Por curiosidad, Heldet apretó el botón y acercó la cara al micrófono.
-¿Hola?¿Hay alguien ahí?-preguntó. Unos segundos después, una voz femenina le respondió.
-Bienvenido a la Casa Taxidermia.¿Quiere pasar al edificio?
-Lo siento, pero no he venido a ver animales disecados. Busco a alguien, una persona llamada Daverd.
-¿Daverd? No está aquí ahora mismo, pero puede esperar dentro.
-Si no hay otra opción.
Entonces, con un chirrido estridente, las puertas metálicas se encendieron al rojo vivo y se volvieron incandescentes. Heldet se giró y miró a la calle, muy preocupado de que el ruido atrayese la atención, pero el lugar estaba desierto. Cuando se volvió a las puertas, vio que estas volvían a ser sólidas, pero ahora tenían un agujero enorme en medio de ellas. Eso solo lo podían hacer dos cosas: o un dragón o...
-Magia.-dijo sorprendido Heldet. La magia era todo un misterio para él. Lo unico que sabía de la magia era que era una energía transmutable y difícil de manejar. Durante sus años de cazarrecompensas se enfrentó a un par de hechiceros que casi le mataban. Dejó de pensar en eso y, un instante después, entró en el oscuro museo.
El lugar estaba compuesto de una enorme sala llena de animales disecados: leones, leopardos, dragones... incluso un udjat. Heldet se preguntó donde estaba el dragón que él cazó. Solo tuvo que mirar hacia arriba para obtener la respuesta; colgado del techo por unas cuerdas atadas a las alas, las patas y la cabeza, abriendo las fauces en un rugido mudo, allí estaba el guiverno libio, disecado. Alcanzaría los veinte metros de largo, y casi treinta de envergadura. Por un momento, Heldet se enorgulleció de haberlo cazado él mismo.
Por un momento, porque inmediatamente recordó que lo cazó porque había matado y devorado a casi cincuenta leones, trasgos, hienas y trolls. Recordó que cazó al monstruo de una forma muy ingeniosa; la criatura estaba en un acantilado, devorando un elefante que había cazado. Aprovechando que el dragón estaba ocupado, y que el viento soplaba no hacia él, Heldet se acercó silenciosamente a una pata y la ató a una roca de más de veinte toneladas de peso; entonces rugió, atrayendo la atención del reptil gigante. La criatura, enfadada por el simple hecho de no verlo desde el principio, alzó el vuelo y abrió la boca, listo para quemar vivo al liune que le había desafiado. Pero en el mismo instante en que levantó el vuelo, Heldet empujó la roca con una fuerza sobrehumana y, con un rugido, la lanzó por el acantilado. El pedrusco cayó hacia un lejano suelo, arrastrando en su caída al guiverno, que rugía aterrorizado.
El resto era demasiado doloroso como para recordar, así que buscó alguna cosa en la que fijarse, y la encontró. Era un dragón europeo, con las escamas de color carmesí brillante; tenía dos poderosos cuernos en su enorme testa. Medía aproximadamente la mitad que el dragón de komodo. Sus alas medían casi ocho metros, de punta a punta, y estas eran las alas más poderosas de todas las razas de dragones conocidas por Heldet, porque eran capaces de mantener al dragón en el aire más de una semana sin que se cansara. Sus patas poseían unas poderosas y largas garras, las cuáles parecían capaces de transportar varias toneladas. Pero lo más impresionante de la bestia disecada eran los ojos amarillos que tenía: transmitían respeto, algo muy raro en un animal disecado.
Heldet dejó de mirarlo porque le parecía muy vivo; demasiado para estar muerto. Entonces se giró y vio algo horrible, el monstruo más grande que jamás había visto en su vida, mayor aún que el guiverno libio.
Era una máquina monstruosa que, comparada con el dragón, parecía un gigante. Se sostenía sobre tres patas articuladas, y de la cabeza le colgaban varios tentáculos metálicos. Tenía una especie de nariz muy alargada, que al final se abría en un agujero con aspecto de embudo. Sin embargo, lo más terrorífico eran los ojos; estaban hechos de cristal, pero de un cristal rojo sangre.
Sin embargo, la máquina estaba en un pésimo estado; prácticamente era chatarra. Aun así, Heldet se acercó a la “cosa” y tocó una de las patas. Grave error.
Al tocar la pata, el León Azabache fue envuelto por un resplandor rojo y, horrorizado, vio que todo a su alrededor estallaba en llamas. Quiso gritar, pero entonces algo enorme se le puso encima. Era la máquina, que al parecer se había reactivado. Antes de que Heldet pudiese hacer algo, el monstruo de metal le apuntó con la nariz (que ahora sabía que era un arma) y, emitiendo un gruñido escalofriante, disparó una especie de llamarada hacia él. Gritando de terror, Heldet se soltó de la pata.
Fue como rasgar un velo, porque en cuanto se apartó, todo volvió a la normalidad. Todos los animales disecados estaban intactos, y la máquina seguía en su sitio. Sin embargo, el gruñido tenía un origen real, porque un ruido resonaba en la sala. Heldet se dio cuenta de que el dragón europeo no estaba encima de un pedestal, y parecía estar sostenido por huesos en lugar de barras de metal. Un presentimiento hizo que Heldet mirase hacia el animal, y sus temores se hicieron realidad.
El dragón ya no estaba ahí.


De repente, Heldet sintió que hacía calor, mucho calor. Instintivamente, se giró hacia un lado... y vio dos filas de dientes afiladísimos.
Viendo que las fauces estaban a pocos centímetros de su morro, hizo lo único que podía hacer: dar un zarpazo en la mandíbula cerrada.
Este ataque arrancó un rugido al dragón, pero no de dolor, sino de enfado. Al parecer, sus escamas eran muy resistentes al daño físico.
La bestia, enfurecida por el ataque fallido, se arrojó sobre Heldet y trató de arrancarle la cabeza. Heldet, intendando por todo los medios evitar que lo matase, pensó tristemente que el tal Daverd lo quería ver muerto, y disecar su cadáver descabezado para exponerlo.
Entonces el dragón alzó el vuelo, liberando a Heldet. Este se levantó rápidamente y echó mano a la empuñadura de su espada, pero vio que no serviría de nada, pues el animal se preparaba para lanzarle una bola de fuego que claramente lo mataría. Antes de que el monstruo abriese su boca para hacerlo, Heldet cerró los ojos y pensó “se acabó”.
Entonces, como un milagro, una voz de mujer, la misma que le había hablado a Heldet antes, que ahora le parecía una voz angelical:
-¡Drakk, no!
El dragón (que al parecer se llamaba Drakk) hizo algo que Heldet jamás imaginó en un dragón: obedeció bajando del aire, y no solo eso, también se alejó de Heldet unos pasos. Este le miró asombrado, y el dragón le miro, no con enfado; simplemente le miró a los ojos. Con unos ojos amarillos que, aún sin estar enrojecidos por la ira, seguían transmitiendo un respeto irracional.
El liune, agradecido de que lo hubieran salvado, se giró en la dirección de la voz, y se quedó sin aliento por unos instantes.
Había un animal que él nunca había visto; tenía el hocico alargado, orejas largas que se levantaban, pelaje dorado y vestía tan solo una falda de tiras de cuero y un sostén, ambos de color verde oscuro. Pero lo que dejó sin habla a Heldet fueron sus ojos: eran de un intenso color azul, como el azul del cielo, del mar...
-¿Estas bien?
El León Azabache estaba tan ensemismado en esos ojos tan hermosos que no se había dado cuenta de que su dueña se le había acercado hasta estar a metro y medio de él.
-Sí, sí, estoy bien.-respondió rápidamente. Inmediatamente cayó en la cuenta de que ella debía ser la dueña del dragón que le había atacado momentos antes.-¡Pues no, no estoy bien!¡Tu dragón casi me mata!
La chica, lejos de disculparse, le reprochó:
-La culpa es tuya, por tocar las exposiciones.
-¡Pero si me estaba acechando!¡Parecía estar disecado!
-Claro, para vigilar que nadie toque nada. Como tú.
-Ya, bueno, pero resulta que yo soy alguien con algunos privilegios en el reino, especialmente aquí.
-¿Por qué?
Heldet no respondió, sino que señaló hacia arriba, hacia el guiverno.
La chica tardó unos instantes en darse cuenta de a quién había atacado su dragón.
-¡Lo siento!¡No sabía que eres Heldet!
-Nah, si yo tuviera todo un museo que... Espera.¿Como sabes que soy Heldet?
La joven se ruborizó un poco. Mientras, Heldet vio que el dragón que casi lo mata estaba lamiéndole una mano como si fuera un perro, a lo que esta reaccionaba apartándole la cabeza suavemente.
-Bueno, verás, lo sé porque ...
-... Se lo dije yo.-dijo una voz masculina. Las palabras provenían de la puerta mágica.
El León Azabache miró en la dirección de donde provenía la voz, y vió a un ser perteneciente a una raza muy conocida en Joka Ufalme. Era un hombrecillo que alcanzaría el metro y medio de altura, algo corpulento, vestido con ropas marrones, tenía ojos negros y luciendo un pelo corto negro y con una perilla; pero solo perilla. El resto de la cara estaba sin pelo, algo chocante en un enano.
Un enano”, pensó Heldet para sí. Ese debía ser Daverd, pues los enanos de Joka Ufalme (y de África en general) solían tener nombres que empezaban con D, como Darnis, o Desor… o Daverd. Se dio cuenta de que el nombre lo había dicho en voz alta, pues los otros ocupantes de la sala, dragón incluido, le estaban mirando. El enano, sonriendo, le respondió.
-Pues si, Heldet, soy Daverd.- Viendo que el león iba a preguntarle, respondió.- Y sí, sé que eres Heldet.
-¿Cómo?
-Créeme, lo sé desde hace mucho.
-¿Cuanto, cien años o así?- dijo sarcásticamente Heldet, a lo que Daverd, riendo suavemente, respondió:
-Tan solo tengo cincuenta años, treinta si fuera un león o un lobo.- Al decir “lobo”, Daverd miró de soslayo a la chica, que esbozó una media sonrisa nerviosa. Heldet, sin embargo, había dejado de prestarle atención, porque había vuelto a mirar a la máquina gigante. Daverd, al darse cuenta de esto, dejó de sonreír, frunció el entrecejo y dijo una palabra en un tono tan siniestro que hasta Drakk gimió y se acurrucó al lado de la chica, como si fuera un perro.
-Stelrint.
Heldet, un poco aturdido por el tono de voz, preguntó:
-¿Qué?
-La criatura es un stelrint.
La revelación hizo que los ojos de Heldet casi salieran de sus órbitas. Ni siquiera sabía que era un stelrint, y sin embargo el nombre parecía infundir un miedo muy profundo. Sin embargo, pudo recomponerse y preguntar otra vez:
-¿Qué es un stelrint?
-Un gigante de hierro.- respondió Daverd.
El nombre ya significaba “gigante de hierro”, pero aun así, su nombre infundía miedo. Heldet comprendió que el nombre no era lo terrorífico de la máquina, ni la máquina en sí, sino algo... que tenía dentro.
Daverd decidió que ya era hora de dejar de hablar del monstruo de metal. Volvió a sonreir y comentó:
-Bueno, Heldet, ya te presentado yo, y tú has intuido quien soy. Creo que les toca a otros dos presentarse.- dijo volviendo a mirar a la chica y al animal a su lado. Ella también sonrió a Heldet, y este, viendo que una mujer hermosa le saludaba, le devolvió el gesto. Si un liune era un maníaco del honor, debía demostrarlo.
-Me llamo Sheila, y mi dragón, Drakk. Soy una loba de Hispania- dijo la chica
-Yo Heldet, pero ya lo sabías, ¿verdad?- comentó este. Antes de que pudiese decir algo más, notó un leve pero insistente dolor en el antebrazo; el dragón le había mordido ahí. Sheila, preocupada, vio la herida y, con un suspiro, se acercó a Heldet.
-Tranquila, no duele mucho.
-Creeme, si no te lo curo, se pondrá mucho peor.
Entonces Sheila pusos sus dos manos encima de la herida, y, murmurando unas palabras en un idioma desconocido para él, las apretó. Entonces Heldet sintió una sensación de alivio donde Sheila había puesto las manos.
Cuando ella se alejó unos pasos, el león se dio cuenta de que ya no había herida. Ahora sabía quien había abierto la puerta de forma tan espectacular.


Antes de poder darle las gracias, Daverd habló.
-Bueno, creo que eso es suficiente. Heldet, ¿recuerdas que alguien dejó una carta?
-Sí, aunque mas bien me la arrojaron-. Miró de reojo a Drakk, del cual sospechaba que era el “mensajero”.
-Bien, la leíste, ¿no?
-¿Sabes que la respuesta es obvia, verdad?
-Claro, la escribí yo.
-Eso también...
Antes de terminar de hablar, Daverd se había dirigido a una puerta que había en un extremo de la sala y la abrió.
-Escuchadme.-dijo simplemente el enano.- Tú viniste por repuestas, Heldet; y tú siempre querías preguntarme algo, Sheila, ¿verdad?- preguntó. Ambos asintieron, asi que Daverd, complacido, les dijo- Entrad.
Extrañados, Heldet y Sheila fueron hacia Daverd, y Drakk tras Sheila. La puerta era algo más alta que Daverd, asi que tuvieron que agacharse un poco. Antes de que Drakk pudiese entrar, el hombrecillo le puso delante el brazo.
-No, Drakk. Tú te quedas aquí.
-¿Por qué el no puede entrar y nosotros sí?- preguntó preocupada Sheila.
-Por tres razones. Primera: Drakk es del tamaño de un rinoceronte, así que no podrá pasar a menos que rompa la pared; segunda: esto es algo entre nosotros tres; y tercera: si lo entrenaron como guardián fue por algo.
Drakk, que tan solo había entendido lo del tamaño, se decepcionó, se acurrucó al lado de un rinoceronte (realmente tenían el mismo tamaño) y cerró los ojos. Se había quedado dormido.
Sheila entró la primera en la habitación, y Heldet iba a entrar tras ella cuando vio que Daverd observaba al stelrint.
-¿No vas a entrar, Daverd?
Este, que parecía pensar en algo, le respondió:
-Ya voy; estaba pensando... en algo.
Heldet no sabía en que pensaba Daverd, y supuso que era mejor no saberlo; asi que también entró.
Antes de entrar, Daverd miró al stelrint una última vez. Cuando lo hizo, se acercó a Drakk y le acarició la cabeza, susurrándole:
-Si se mueve, no te molestes en avisarme; destrúyelo.
Momentos después, el enano pasó por la puerta y la cerró.




Drakk estaba deprimido; todo le había salido mal. Primero abrió la puerta a su manera: la puso al rojo vivo con su aliento de fuego y, con sus garras, había abierto un boquete para que Heldet pudiera pasar, por lo que la puerta se había quedado totalmente inservible; después había atacado a Heldet (este había tocado al stelrint, y, tras ver como sufría una especie de ataque epiléptico, Drakk lo atacó, pues nadie podía tocar las exposiciones).
Aparte, estaba deprimido porque, en los quince años tras salir del cascarón, solo peleó de verdad cuando los orcos atacaron su hogar.
Los fenrusnes fueron pillados antes de salir a cazar, y no habrían sobrevivido de no ser por el padre de Sheila, el jefe de la aldea. Drakk apenas combatió, pero salvó a su amo de un orco que se había situado tras él para matarle. Cuando los lobos consiguieron expulsar a los trockas, y tras realizar los ritos funerarios a los muertos, el padre de Sheila declaró que la paz con los orcos se había acabado, y que no descansaría hasta ver muertos a todos los orcos de la Meseta. Los fenrusnes lo vitorearon y apoyaron, pero no era por eso su ira; la madre de Sheila, su esposa, fue asesinada mientras él combatía.


Sin embargo, tras finalizar los ritos, Drakk se fijó que los cadáveres de los orcos (a los que habían decapitado para usar sus cabezas como trofeo) seguían en el mismo estado que cuando estaban vivos.
Drakk no era un dragón muy listo, pero tenía la suficiente inteligencia como para darse cuenta de que esos orcos ya estaban muertos


Entonces, amplificado por el silencio del museo, oyó un ruido mecánico.Cuánto tiempo había pasado, ni idea. Pero por la entrada del museo entraba luz, así que debía ser ya de día.
Drakk abrió un ojo y, abriendo el otro aterrorizado, vio que el stelrint se estaba moviendo hacia la puerta. Drakk, cauteloso, se arrastó lentamente hacia la puerta, pensando que, si llamaba, los jóvenes y el enano podrían acabar con él.
Desgraciadamente, los stelriant no veían con los ojos-ventanilla, sino con algo más siniestro.
Apuntando a Drakk con su arma, el monstruo lanzó una enorme llamarada que parecía de dragón, pero mucho más oscura. Por fortuna, entre la alta cabeza del stelrint y el dragón estaba el udjat. Cuando la llama tocó la escamosa piel, esta estalló con tal calor que, al instante, los hierros que sujetaban el largo cuerpo y las alas se volvieron líquidos durante unos momentos. Para defenderse, Drakk arrancó de cuajo la cabeza de una leona y se la arrojó, acertándole en un “ojo”, agrietándoselo. Eso solo enfureció al gigante.
Viendo que la única manera de vencer a este monstruo de metal era el cuerpo a cuerpo, Drakk rugió, desafiándole, pensando que el stelrint le haría caso. Lo hizo; respondiendo al rugido, la máquina lanzó un bramido sobrenatural y restelló sus tentáculos como si fueran látigos. Ambos oponentes caminaron paralelamente a su contrario. En ese mismo instante, Drakk recordó las palabras que antes le dijo Daverd:
Si se mueve, no te molestes en avisarme.”
DESTRUYELO.”


Cuando el dragón rugió de una manera aún más fuerte, comenzó la batalla.












3 comentarios:

  1. Preve un romance...xD

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  2. ¿Como va ha poder mover Heldet una roca de mas de 20 toneladas?

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    Respuestas
    1. Tranquilo, la roca estaba al borde del precipicio. Además, ten en cuenta que los liune suelen ser más fuertes que los humanos, aunque no lo haya puesto.

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