Manuel Beltrán, onubense
afincado en La Zubia desde hace 30 años, maestro, me recibe en el
Departamento de Lengua del IES Laurel de la Reina para hablar sobre
su obra pictórica y su evolución a lo largo de todos estos años.
Se le nota tranquilo, apurando el último año que da clase. 2014
será el año en que habitará en Emerita Augusta, como los
jubilados romanos, que pasaban a vivir a una ciudad pensada para el
descanso y para el desarrollo de las artes, o como el vocablo
portugués con el que se designa al jubilado (reformado).
Ahora empezará un tiempo en el que la “vida reformada” se
prepara para diseñar la propia Mérida, la ciudad en la que
hay tiempo para el arte, la música, la literatura, la pintura, y
cómo no, los bellos amaneceres de la vida.
Se aficionó a la pintura
desde muy joven. Los materiales de aquel momento (lápices, acuarela,
témpera, óleo...) le sirvieron como terapia y en sus dibujos
reflejaba la vida.
Empezó imitando a los grandes
impresionistas (Monet, Renoir, Van Gogh).
Impresión, sol de amanecer,
de Monet, era la impresión huidiza que provocaba un motivo expuesto
a una luz variable.
En Manuel Beltrán es importante
esa luz variable, la condiciones de luz, las horas del día, los
reflejos de la luz, como se manifiesta en las series de pinturas de
El Laurel, convento de San Luis, en las distintas estaciones del año
y en los distintos momentos del día.
Impresionado por la luz, dibuja
con el color (con frecuencia el pastel), en el lienzo transportado al
lugar que desea pintar.
A través de la observación
objetiva de la realidad y de la imitación, realiza su primera
exposición de cuadros en 1979, en el casino de Cortegana, por
mediación de su amigo, ya desaparecido, Miguel Lobo.
En 1983, llega a La Zubia.
Desde entonces, ha expuesto en numerosas ocasiones, la última de
ellas, La Zubia y otros paisajes en el tiempo, en
2014, fecha de su jubilación como profesor de Ciencias Sociales y
Plástica en el IES Laurel de la Reina, instituto que lleva el nombre
del lugar que tantas veces ha pintado.
Su
pincelada es libre; los tonos, claros; el horizonte, azul; la vida se
arraiga, las amistades se fortalecen, la familia es su pilar; el
arte, una necesidad.
Profundiza en el expresionismo,
sobre todo estudiando a los españoles Sorolla y Darío de Regoyos.
En los últimos años, la búsqueda es expresiva, con una visión
subjetiva de la realidad y evoluciona pictóricamente, cansado de
hacer lo mismo, iniciando una búsqueda de nuevos caminos, aportando
nuevas vías, con humildad.
El paisaje realista está
dominado técnicamente por el pintor, pero no recibe estímulos e
inicia nuevas visiones en los grandes movimientos pictóricos que, a
través de la historia, se han desarrollado.
La
expresión, ahora, es más personal e interpreta, como una necesidad
interior, la vida mediante colores, luces, sombras, composición y
volumen. “Picaso,
-cita Manuel Beltrán de memoria- maestro académico, decía
que se necesitaba toda una vida para evolucionar”.
A través del paisaje, el
pintor se comunica con la naturaleza, vive lugares que le gustan,
practica la pintura al aire libre, una fusión de tres pasiones: la
paleta, la naturaleza y el individuo.
A partir del preimpresionismo y
el impresionismo, toma el paisaje como modalidad, con un estilo muy
personal, subjetivo, vivido interiormente y expresado por pura
necesidad vital.
Con el color y la luz, define
su pintura en el marco de Andalucía, por la luminosidad de sus
paisajes, frente a la dificultad de expresar la misma luz en paisajes
norteños.
Los colores cálidos envuelven
el lienzo y dan fuerza al paisaje, lo que consigue interpelando
violentamente al espectador.
Autodidacto, llamaba a grandes
pintores conocidos por él y aceptaba la crítica que le pudieran
hacer analizando sus cuadros. Conoce la teoría del dibujo: las
proporciones, el claroscuro, el volumen, la composición. Infinidad
de cuadros ha pintado de la misma manera: en una superficie plana
proyecta la vida que se muestra ante sus ojos. Comprende que al
dibujo también se puede ir a través del color; “castigaba el
cuadro” durante tiempo, para mejorarlo después. Ha sido muy
crítico consigo mismo.
Es
imposible crear un cuadro sin color o sin dibujo. Buscaba el pintor
expresar emociones vividas de una vida compleja. Cada cuadro del
artista esconde un misterio lleno de claroscuros, armonizados sobre
el lienzo en una composición que es reflejo del interior mismo. Y es
que según Wassily Kandinsky, en su libro De lo espiritual
en el arte,
“...la riqueza cromática del
cuadro ha de atraer con gran fuerza al espectador y al mismo tiempo
ha de esconder su contenido profundo.”
O en palabras de Manuel Beltrán:
“ El arte es la expresión
del ser humano en contacto con lo espiritual. Con él nos elevamos.
Con la creación entramos en otro mundo. El hombre deja de ser un
animal y se eleva a una esfera superior.”
El artista es un visionario,
escucha el murmullo del agua, sigue las voces que lo invocan y, con
la fuerza de su paleta, pinta la atmósfera. Es la vibración del
corazón en el pintor, la palabra sentida en el poeta o la escala
musical en el músico lo que cobra vida por la necesidad interior que
provoca una vivencia. Es la contención, en un instante, de lo bello,
aquello que brota de una necesidad anímica interior. La verdadera
obra de arte nace del interior del artista y cobra vida por sí
misma y adquiere un lenguaje independiente.
Si analizamos sus cuadros,
cualesquiera, vemos que el color y la composición son fundamentales
para entender la obra completa.
El rojo tiene la fuerza de una
llama y provoca una conmoción anímica en el espectador, llegando a
ser dolorosa, mientras que el azul tiende a la profundidad.
Foto tomada del catálogo La Zubia y otros paisajes en el tiempo |
La
forma es la expresión de un contenido interior; así, por ejemplo,
en La huerta Iberos,
óleo sobre lienzo, la forma es un “triángulo místico”, objeto
artístico y medio para alcanzar la composición pictórica. Los
árboles de izquierda y derecha tienden sus ramas hacia el punto más
alto de la casa, en el centro, un tejadillo en triángulo, formando
toda la composición un gran triángulo.
Los troncos y ramas, impulsados
por una fuerza imparable, se alzan hacia el tejado de la casa,
generando un movimiento en la misma composición hacia lo más
elevado. Aquí está la necesidad interior, que brota de un espíritu
ávido de expresión. Los árboles parecen llamaradas de fuego
inquietas, enfriadas por el azul, que tiene la capacidad de
profundizar en el alma. Ese azul que se va haciendo profundo y
poderoso cuanto más azul y más alto. Es el cielo azul con formas
redondas el que que emite una llamada al hombre que contempla, pero
que al mismo tiempo se desarrolla una quietud silenciosa por la
pincelada del color blanco que actúa en el interior del alma como
una pausa musical, un espacio infinito en el interior del hombre, un
silencio lleno de esperanza.
El violeta tiende a alejarse del
espectador, ha enfriado la pasión del rojo y se torna enfermizo;
pero es el blanco del primer piso de la casa lo que hace que el alma
tienda a la pureza y a la sanación.
El espectador que contempla el
cuadro piensa: “¡es la necesidad interior!”, y al apreciar “lo
bello”, se acuerda de las palabras de Maeterlinck:
“No
hay nada sobre la tierra que tienda con tanta fuerza a la belleza
con mayor facilidad como el alma...Por eso muy pocas almas resisten
en la tierra a un alma que se entrega a la belleza”.
Miguel Ángel Moreno
Cazalilla